Ambar y la estrella


Ambar salió a pasear sobre el camino que dibujaba la luna, en esa senda blanca y brillante encontró un fragmento de estrella; era como una canica, redondo, fluorescente, simplemente estelar. Incrustó el esférico en su corazón, como una joya se lo puso de prendedor y siguió su camino.

La estrella fluorecía desde su interior, cualquiera podía apreciar como su brillo emanaba desde su corazón, era imposible no asombrarse ante la belleza de esa unión.

Con el paso del tiempo esa estrella se empezó a opacar, se confundía con el rojo mate del corazón que la atesoraba, a tal medida que poco a poco la devoraba con cada latido; iba desapareciendo, incrustándose más profundo, dejando su luz en la oscuridad.

Ella ya no podía dormir por las noches, ni comer, ni reir, todo su interior dolía, especialmente su corazón; estaba perforado, casi destrozado.

Una noche ya no soportó más ese dolor, salió a media noche y siguió el mismo camino que un día la luna dibujó hasta llegar a un lago azul. Colocó sus manos en el pecho, profundamente enterró sus manos a través de su cuerpo y sacó de sus adentros la canica estelar. La colocó sobre la superficie del agua, poco a poco la sumergió aún sosteniéndola suavemente con sus manos, hasta que la soltó; observó como su brillo se distinguía al hundirse en el lago llegando hasta sus profundidades. Se sintió vacía, sin dolor, pero vacía.

Durante largo tiempo se quedó mirando su reflejo sobre el agua, la luz de la luna le daba a todo un halo azulado; la estrella brillaba desde el fondo y parecía permanecer en el pecho de Ambar, mezclando su fluorescencia con su reflejo.

Esa noche, Ambar, regresó a su cama; durmió pero en sus sueños sólo halló a la estrella y su brillo hinoptizante. Cuando despertó salió y fue hacía el arcoiris por el camino rosa, sólo llegó a nubes grises, no hubo claridad, ni paz, ni calma; solo frío granizo de nubes oscuras.

Regresó exhausta, se sentó a la mesa, bajó la cabeza y al subir la mirada notó que todo desaparecía a su alrededor; ya no había paredes, ni muebles, ni cuadros; hasta la mesa desapareció, se puso de pie y su silla se desvaneció; sólo quedó ante sus ojos el inicio del camino que un día la luna dibujo. Caminó, con calma; iba descalza y a través de las plantas de sus pies sintió el frío de la noche, aspiró su dulce olor, sintió su frescura.

En el horizonte se dejaban observar los brillos del lago bajo la luz de la luna, y mientras Ambar se acercaba más, podía distinguir con mayor fuerza el brillo perlado de la estrella bajo las profundidades del lago.

Llegó a la orilla y sumergió sus pies desnudos; el agua estaba fría, casi congelada; casi pudo sentir que su piel se convertía en escarcha al fundirse con el translúcido líquido.

Su tez se volvió azul y dejó caer su cuerpo completo sobre las aguas del lago. Flotó boca arriba con los brazos abiertos, sus ojos se llenaban con la intensidad de la luz de la luna, una luna llena como aquella que iluminó su encuentro con el fragmento estelar. Giró su cuerpo y su rostro quedó sumergido en el agua, pudo observar a la estrella que aún yacía en el fondo, sintió una implacable necesidad de ella, un sentimiento que le llenaba el pecho, quería devorarla nuevamente, hacerla suya y jamás dejarla. Nadó rápidamente hasta lo más profundo y cuando se encontró a unos centímetros de la estrella la volvió a tomar entre sus manos, la abrazó a su pecho y emergió a la superficie.

Flotando de nuevo, aferró la estrella contra su cuerpo, otra vez sintió ese dolor que la colmaba, que le permitía olvidarse del vacío de sus días grises; sonrió y nadó hacia la orilla, se separó de la estrella estirando sus brazos al frente sin soltarla, su luz le irradiaba felicidad completa, lo contrario al dolor de tenerla enclaustrada en el corazón. Brillaba como aquella primera vez sobre el camino que un día la luna dibujó. Volvió a colocarla en el agua, luego la dejó sumergirse nuevamente en la profundidades del lago azul.



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